Cuando navego no puedo proyectar mi ser en el paisaje.
Sólo puedo ponerme en modo "observador", y contemplar su inmensidad.
Cuando comienza a salir la Luna llena, sucede algo magnífico.
Primero un resplandor rojizo anuncia su llegada sobre el horizonte.
A diferencia del Sol que nos encandila, la Luna nos permite ver su apogeo durante todo el tiempo que dediquemos a observarlo.
Primero la vemos roja, como un sol amable, hasta que completa el círculo y se despega del horizonte. Entonces se vuelve blanca y comienza a derramar su estela sobre las aguas mansas del Río de la Plata.
Si prestamos atención, la Luna nos saca de nuestro paradigma terrestre.
El horizonte deja de ser teórico, lejano, para ser percibido en su real dimensión.
Nos damos cuenta de que estamos en un punto de la superficie de una esfera llamada Tierra. Vemos que está girando e percibimos el accionar de una gran máquina universal que nos resulta inabarcable para nuestro entendimiento.
Intuimos que, allá del horizonte, está el infinito.
Los límites son internos.
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